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El amigo de la muerte
Un relato de Estefanía Carvajal Restrepo
Tomado de Otras Letras, Antología
De repente, murió: que es cuando un
hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado
claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de
ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas. Miro no era de esos viejos
que le tienen miedo a la muerte; no era de esos que se aferran a la vida hasta
los noventa años, ni de los que alegan la necesidad de vivir, así sea postrados
en una cama, para ver crecer a los nietos. Miro y la muerte eran amigos, o al
menos eso nos decía en la tienda de la esquina, cuando nos reuníamos los del
sindicato de Fabricato a escuchar los partidos de Medellín el poderoso. La
amistad con la señora de las tinieblas, decía, había nacido de un accidente de
tránsito en las carreteras venezolanas. La muerte salvó a su mujer, y Miro quedó
eternamente agradecido. Pero desde entonces se convirtió en un ave de mal agüero.
Hasta cara de cuervo tenía el hombre.
Las primeras exequias anunciadas por
Miro fueron las de Gaitán. “A ese hombre no le doy una semana”, dijo una vez en
la tienda al leer el titular de El Colombiano sobre la campaña del caudillo
rojo. Tres días después se armó el despelote en la capital y en todo el país;
incluso muchos de los del sindicato buscaron sus machetes dispuestos a
aplanchar a los conservadores, entonces Miro les dijo que no se ganaran
problemas, que era que a Gaitán ya le había llegado la hora.
Una madrugada, Miro levantó entre gritos
a su mujer y a sus diez hijos, les dijo que se vistieran de negro y que
empacaran una maleta con otra muda de ropa. La familia cogió el bus que los
llevaba a Carolina del Príncipe, a cinco horas de Medellín, aún sin saber por
qué. “Es que se va a morir su abuelita Betsabé”, les contó a sus hijos en el
camino. Se alcanzaron a despedir; la anciana murió por una trombosis a las dos
de la tarde. Pero la mujer de Miro cometió la imprudencia de contarles la historia a sus cuñadas, y las beatas
echaron a su hermano a punta de padrenuestros y patadas de la casa en la que
nació.
La última muerte que anunció Miro fue
la de él mismo. Liquidó sus deudas. Compró un cajón de madera barata. Pagó 24
horas en la sala de velación. Se mandó un ramo de cartuchos blancos y rosas
amarillas. Le adelantó la propina al conductor de la funeraria y dio las
instrucciones que consideró pertinentes a los
trabajadores del horno crematorio: que le sacaran los tres dientes de oro y se
los regalaran a don Bernardo, el tendero de la esquina. “A ese hombre no le doy
ni una semana”, dijo una tarde en la tienda mientras señalaba con el índice una
foto en la que estábamos Arnulfo, él y yo, en la celebración del aniversario
del sindicato. Esa noche Miro le dijo por primera vez a sus diez hijos que los
amaba. Se comió un tamal con arepa y con la sobremesa dos pastillas de viagra.
Sus sesenta y cinco años los requerían para hacer el amor con su mujer por última
vez.
Una hora después, salió desnudo de la
habitación de su esposa. Abrió la canilla para lavarse los dientes. De repente,
murió. Miro se encontró con su vieja amiga. Los doctores dijeron que el
culpable del infarto fue el viagra.
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