viernes, 14 de febrero de 2014

Relato de la semana... desde las páginas de Otras Letras Antología



Imagen tomada de: http://www.mundoesotericoparanormal.com


El amigo de la muerte 

Un relato de Estefanía Carvajal Restrepo
Tomado de Otras Letras, Antología

De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas. Miro no era de esos viejos que le tienen miedo a la muerte; no era de esos que se aferran a la vida hasta los noventa años, ni de los que alegan la necesidad de vivir, así sea postrados en una cama, para ver crecer a los nietos. Miro y la muerte eran amigos, o al menos eso nos decía en la tienda de la esquina, cuando nos reuníamos los del sindicato de Fabricato a escuchar los partidos de Medellín el poderoso. La amistad con la señora de las tinieblas, decía, había nacido de un accidente de tránsito en las carreteras venezolanas. La muerte salvó a su mujer, y Miro quedó eternamente agradecido. Pero desde entonces se convirtió en un ave de mal agüero. Hasta cara de cuervo tenía el hombre.

Las primeras exequias anunciadas por Miro fueron las de Gaitán. “A ese hombre no le doy una semana”, dijo una vez en la tienda al leer el titular de El Colombiano sobre la campaña del caudillo rojo. Tres días después se armó el despelote en la capital y en todo el país; incluso muchos de los del sindicato buscaron sus machetes dispuestos a aplanchar a los conservadores, entonces Miro les dijo que no se ganaran problemas, que era que a Gaitán ya le había llegado la hora.

Una madrugada, Miro levantó entre gritos a su mujer y a sus diez hijos, les dijo que se vistieran de negro y que empacaran una maleta con otra muda de ropa. La familia cogió el bus que los llevaba a Carolina del Príncipe, a cinco horas de Medellín, aún sin saber por qué. “Es que se va a morir su abuelita Betsabé”, les contó a sus hijos en el camino. Se alcanzaron a despedir; la anciana murió por una trombosis a las dos de la tarde. Pero la mujer de Miro cometió la imprudencia de contarles la historia a sus cuñadas, y las beatas echaron a su hermano a punta de padrenuestros y patadas de la casa en la que nació.

La última muerte que anunció Miro fue la de él mismo. Liquidó sus deudas. Compró un cajón de madera barata. Pagó 24 horas en la sala de velación. Se mandó un ramo de cartuchos blancos y rosas amarillas. Le adelantó la propina al conductor de la funeraria y dio las instrucciones que consideró pertinentes a los trabajadores del horno crematorio: que le sacaran los tres dientes de oro y se los regalaran a don Bernardo, el tendero de la esquina. “A ese hombre no le doy ni una semana”, dijo una tarde en la tienda mientras señalaba con el índice una foto en la que estábamos Arnulfo, él y yo, en la celebración del aniversario del sindicato. Esa noche Miro le dijo por primera vez a sus diez hijos que los amaba. Se comió un tamal con arepa y con la sobremesa dos pastillas de viagra. Sus sesenta y cinco años los requerían para hacer el amor con su mujer por última vez.


Una hora después, salió desnudo de la habitación de su esposa. Abrió la canilla para lavarse los dientes. De repente, murió. Miro se encontró con su vieja amiga. Los doctores dijeron que el culpable del infarto fue el viagra.
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