sábado, 2 de agosto de 2014

SEQUÍA

Porque la sed había herido toda cosa,
todo ser, toda tierra de hombres…
Y nunca más volvería la lluvia.

Y moría la aldea en el silencio de bronce.
Los flacos perros alargaban sus lenguas hasta las galaxias.
¿Y sólo en secreto saben hablar los bosques?

Y la sed enseñaba palabras procaces,
era un recuerdo de savias y frutas,
era un lirio de hielo abierto en todo el cielo.

Y dijo el hombre: aquí junto a mi lecho
perros de sed y fuego saltan a mi garganta…
Pero más allá de las lontananzas
oigo venir la lluvia danzando jubilosa
con violetas y rosas,
la siento venir en distancias de años,
sus pies menudos, finos y saltarines.

Si lloviera en la aldea,
sobre los valles que bostezan secos,
si lloviera sobre las alfombras
del monte,
sobre la noche de rocas amarillas.

Una delgada aguja había,
perdida,
en la profusa sombra,
una agujita de agua.

Y la joven madre cobriza
inclinada y desnuda como hoja de plátano,
prendido de sus senos
tiene un hijo de barro,
otros días los cielos tímidos descendían
a picotear los granos en su palma de greda.

¿Dónde el agua desnuda,
el agua que brilla y canta?

El agua es en la noche como una luz opaca.

Y esa palabra húmeda sonando lejos en el monte.

Ese fresco tambor no se sabe en dónde.


Autor: Aurelio Arturo (Colombia, 1906-1974)
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